
Los años ochenta fueron una década de Hard times, algo más que una canción de Human League y el nombre de un popular club nocturno de Londres, unos “tiempos duros” para muchos, pues el dinero, como cantaba Mick Huncknall, era “demasiado escaso para mencionarlo”. Arrancaba la era Thatcher y reagan, y las clases trabajadoras pasaban estrecheces. La moda de la calle, nacida de la imaginación de estudiantes de moda sin dinero y de algunos músicos ingeniosos, se adoptó como uniforme de los modernos. Aquellos que podían permitirse las creaciones de divos como Versace, Féraud, Claude o Chanel eran ricos, pero nadie envidiaba su estilo. Hasta que diseñadores avispados como Jean Paul Gaultier captaron las inquietudes de la calle y las adaptaron, la ropa de diseño siguió siendo una entidad separada. A mediados de la década las cosas mejoraron. Las capitales financieras del mundo experimentaron un auge, y se desató el interés por los zapatos, los bolsos, y la joyería de diseño: había nacido la marca. Nueva York se convirtió en la meca de la moda. Calvin Klein, Donna Karan y Ralph Lauren eran los grandes nombres.
